lunes, 14 de diciembre de 2009

Final para un final



Detrás de la espuma



miércoles, 10 de junio de 2009

Cada día


Un hombre viaja cada día en tren desde su casita en el extrarradio hasta la capital, al trabajo. En un punto concreto del trayecto, levanta siempre la cabeza del diario y mira por la ventanilla. Allí está, en medio de un campo aledaño a la vía, rodeada de verde y amapolas, cada mañana, una niña vestida con el uniforme escolar y dos lazos celestes sujetando unas simpáticas coletas. Cuando escucha el tren, la niña deja su mochilita sobre la hierba, abre los brazos y empieza a balancearse hacia los lados como un avión, como, tal vez, un espantapájaros que quisiera saludar al tren y no pudiera. El hombre siempre le devuelve el saludo aun consciente de que ella no lo ve. Es feliz en ese instante, la aparición de la niña es para él como un buen augurio con el que comenzar la jornada.

Todo cambia el día en que el hombre deja que su pensamiento lo traicione. Se plantea la posibilidad de que algún día mirará por la ventanilla y la niña no estará allí. ¡Qué terrible! Tan terrible que, desde entonces, cuando el tren se aproxima al campo de amapolas, hunde más sus ojos en el diario, se prohibe mirar afuera para poder imaginar que la niña sigue ahí, que siempre estará ahí, que el tren la deja atrás una vez más con sus bracitos abiertos al cielo y que no sea al revés, que ella lo haya dejado atrás a él, que se haya quitado los lazos de las coletas y haya seguido su camino, los brazos sabiendo ya volar.


martes, 26 de mayo de 2009

Precipitación

'Free fall - Water', Earl McCall
Voló con pericia varias veces alrededor de la catarata que caía a pico sobre el níveo paisaje de la hondonada. El lago era al fondo un fervor rugiente. Entonces la catarata se movió, la alcanzó de lleno y la mando directa a lo profundo. El travieso dios, no conforme con ello, tiró de la cadena.


lunes, 25 de mayo de 2009

Filósofo en zapatillas


Se quedó mirando la suela de la pantufla, los restos lechosos mezclados con el caparazón reventado de la cucaracha que había sorprendido en la cocina. Notó un amago de arcada en la garganta, pero peor, se dijo, habría sido que Gloria se la hubiese encontrado por ahí. Limpió la suela con una servilleta y, con tal mortaja, dio sepultura al espachurrado dictióptero en el cubo de la basura. Luego llenó un vaso de agua, lo bebió y se volvió a la cama, pensando en que, si los hombres fuéramos cucarachas, no habría tantas guerras sólo del asco de matarnos. "¿Viste? La sangre es otra cosa". Se sonrió de su ocurrencia, abrazó tiernamente a su esposa y se durmió.


viernes, 10 de abril de 2009

La esquina


Temprano en la mañana, un hombre camina por la calle. Va pensando en lo que le gusta pasear a esas horas en que la ciudad todavía duerme y se prepara para la batalla diaria. Sus meditaciones se diluyen ante la vistosa realidad de una mujer escultural que camina hacia él. Sorpresivamente, ella se detiene y le da dos besos. Con el segundo, los carnosos labios se acercan a su oído y le susurran: “Cuidado con la esquina”. Luego, continúa su marcha. El hombre no sabe reaccionar, se queda allí quieto, acunado en el vaivén de aquellas caderas que se alejan. Al final piensa que una loca, preciosa pero loca, y sigue caminando. Unos segundos después, un ejecutivo apresurado le golpea dolorosamente una pierna con el maletín al adelantarlo. Un amago de imprecación se le aborta en la lengua porque ya el trajeado ha doblado la esquina de la manzana. La esquina... Apenas la asociación mental empieza a estructurarse en su cerebro cuando escucha un alarido. Un maletín —el maletín— sale volando por la esquina y se despanzurra contra el asfalto enseñando sus tripas de documentos y emparedado de jamón y queso. El hombre se queda frío. En un primer momento, piensa en ir al socorro de aquella persona pero recuerda la advertencia de la chica y le entra el miedo. Duda. Lo sobresalta entonces una ráfaga de disparos y se pega a la pared. Del otro lado de la esquina le llega el sonido de chirridos de neumáticos, gritos, más disparos. El edificio entero tiembla cuando se produce una gran explosión y un resplandor de lenguas de fuego aparece hasta lamer el sándwich del maletín. Justo después, nada. El silencio absoluto. Tanto que el hombre puede escuchar sus propios latidos. Ninguna masa despavorida surge huyendo, no se oyen sirenas ni helicópteros. Nada. Tras unos minutos, reúne el coraje suficiente para asomar la nariz por la esquina. Lo primero que ve es un perro escarbando en un cubo de basura al otro lado de la calle. Pasa por ella un coche. Luego otro. Se decide a doblar completamente la esquina y lo que se encuentra es una normalidad total. Transeúntes y coches, el quiosquero abriendo su puesto, la dependienta barriendo la entrada de la mercería. No da crédito. De locos, piensa, locos como la mujer hermosa. Vuelve sobre sus pasos, dobla la esquina y se detiene. Alguien se ha llevado el maletín. Otra vez dobla la esquina y mira. Todo normal. Una sonrisilla nerviosa aflora en su boca. Decide regresar a la seguridad de su casa —allí donde lo normal no es raro—, serenarse y buscar una explicación. Yendo se cruza con una señora mayor que pasea una bola blanca peluda del tipo perro. No sabiendo muy bien por qué, le da dos besos y le dice que tenga cuidado con la esquina. De repente se siente feliz, con una satisfacción parecida a cuando ayudas a cruzar un paso de peatones a un ciego. Sigue su camino, se va silbando, las manos en los bolsillos, loco de normalidad.


jueves, 19 de marzo de 2009

Citrosis

'Mi media naranja', Javier Camacho

Ella era su media naranja. Él era su media naranja. Se conocieron en un ascensor. Hablaron del tiempo y de lo caras que estaban las nueces en esa época. ¡Nueces, pobres tontos! Ni modo de sacarles el jugo. Tan fundamental mirarse para reconocer las atracciones cítricas... Pero el protocolo ascensoril anatemiza las miradas, sólo si se estropease podrían. Si funciona, no funciona. Si ascensor, no atracción. Ella se quedó en el quinto y se puso a ver una reposición de "Pretty Woman". Él bajó en el octavo para su cita con una media manzana ocasional. Un leve olor a azahar permaneció flotando unos segundos en el ascensor. Apenas eso y la amargura de un cupido por la ocasión fallida. No de naranja, se entienda, amargura de verde limón.


lunes, 23 de febrero de 2009

Retorno al uno primigenio



A Samanta Garrido

Porque hay miradas que hablan
he aprendido a escuchar con los ojos,
porque hay gestos que acarician
mi piel en su tacto es seducida,
porque hay bocas que devoran las distancias
esos labios en mis labios se tatúan.
El tiempo ablanda sus agujas
y la espera es llevadera en su consuelo.

Un misterio,
gemelar conjunción de las almas,
telepática sintonía deconstruyendo el espacio
con el periférico palpitar de una sonrisa.

Caídos del mundo, así vivimos,
más allá del último atisbo de cordura,
abocados a la cierta convergencia
donde el uno separado vuelva al uno.

jueves, 19 de febrero de 2009

De locos


Un niño se coló por una ventana chica en el edificio donde su mamá le había dicho que vivían los locos. Vio en una sala a varios señores mirando tele, el infinito o jugando rompecabezas. Les dijo hola y unos empezaron a reír, otros a saltar y alguno a palmotear las paredes. Uno lo tomó de la mano y en un abrir y cerrar de ojos otros se unieron y empezaron a jugar al corro de la patata. Luego les quiso enseñar piedra, papel, tijera y fue divertido, porque algunos sacaban a la segunda y otros ponían siempre piedra. Un señor era increíble, le hacía cosquillas y le pellizcaba y nada, imitaba la mar de bien a una estatua. Entonces al niño le apeteció cantar y varios aullaron muy gracioso a su ritmo.

En ese momento un celador, malhumorado de haber sido despertado de su siesta, entró impetuosamente en la sala. El niño pensó “¡Huy, un loco!”, y se fue a esconder detrás de uno de sus nuevos amigos.