Óscar camina por López Mora exhibiendo su adolescencia de comerse un mundo que le cabe en los bolsillos de sus Dockers. La Quicksilver elástica definiendo sus horas de gimnasio, el paso vacilón enfundado en sus Adidas sin cordones y los ojos, tarde de domingo subsiguiente, escondidos de la luz traicionera bajo la franja ovalada de las Rayban.
"Cuando vuelvas párate por donde don Julián", le había dicho su madre, fiel creyente de la suerte numerada. El hijo se acerca pues hasta el quiosco de la ONCE que ya forma parte del mobiliario urbano de Plaza América. Allí le espera el viejo Julián, enclaustrado en su cárcel laboral con la paciencia infinita de los ciegos.
Siente Óscar un pudor repentino, se quita las Rayban en un gesto nervioso y toda su pose prepotente del momento anterior desaparece como por encanto. "Un cupón, por favor", dice con voz vacilante y los ojos anclados en la acera. El viejo sonríe arrugando su rostro de pergamino, con un rictus de afable dignidad tras los amplios lentes oscuros de montura marrón.
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