
Viven en el algodón arrebolado del alba, en el reflejo sutil de una gota de rocío. Se les oye jugar entre los remolinos de una brisa fugitiva o en el crepitar primero de la leña verde en el hogar. Desahuciados, sin dueño, sin recuerdo. Son los sueños de los niños muertos. Aquellos que ya nadie soñará.
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