“... tomó la pistola entre sus manos y se la introdujo en la boca. Perlas de un sudor mórbido corrían por su frente. No había marcha atrás. Acabar, ese era el paso def...”
—¡Eh, quieto ahí! —Los ojos indignados de Patt Moriarty (íntimo amigo de Johnny Mulligan, detective privado) se clavaron en el rostro del escritor—. ¿Y se puede saber por qué tengo que suicidarme?
El autor detuvo su tecleo y soltó un suspiro. Era su séptima novela, así que ya estaba acostumbrado a este tipo de secundarios rebeldes. Con paciencia, le explicó:
—Verás... El amor de tu vida ha muerto en manos de la mafia china; los corredores de apuestas de todo Illinois te persiguen por tus deudas; acaban de diagnosticarte un cáncer de colon; y, más que nada, porque me da la gana.
Patt meditó sobre todo lo que acababa de escuchar. Rascó su cabeza y dijo:
—No.
—¿No? ¿No qué?
—Que no me suicido.
—¡Ja! Lo veremos.
—Pues sí: lo veremos.
Antes de que el escritor reaccionase, el personaje salió de su habitación de hotel y al instante regresó. Con la pistola, encañonaba a Johnny Mulligan:
—¡Aléjate de esas teclas inmediatamente o te quedas sin protagonista!
El escritor, desdeñoso, sonrió:
—Mátalo. Ya me encargaré yo de resucitarlo.
Patt lanzó un bufido. Salió de nuevo y volvió con otro rehén.
—¿Y ahora qué? —dijo triunfante.
Esta vez, el escritor vaciló: el rehén era él.
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