Tanguear con la Dina es desafrecharse con las pilchas puestas, así que te diga. De apronte es bueno escabiar un poco, dos chupes nomás, pa espiantar el arrugue. Al pucho, tienes que ganar con unos mangos a los musicantes pa que toquen de ajuntarse, y entonces te la arrimás en la milonga jamándola a los ojos. Esto es importante: de primeras, nada de balconearle el mostrador. Verás que no es mina de dormirse, se te enrosca al cuero bien prieta y la llevás macanudo, seguidora como sabiéndote la idea. Ahí ya le podés atracar la mano hacia la popa y, si sonríe, la tenés conquistada. Che, a poco que sientas la música, te juro que en ese momento se te olvida el resto del mujeraje. Catarle el muslo a la Dina cuando te levanta la rodilla a la cintura es como tocar gloria bendita, y ella se deja franelear con gusto mientras lo hagás a ritmo. Parece que se te monta a cada replegar de fuelle, siempre como atravesándote en la mirada. Te acerca la mejilla a la jeta y le notás la calor que bulle dentro. La misma que tiene uno cuando te repasa el pecho con los dedos y baja hasta donde le deje un acercar del baile. En pasar un tiempo, luego no hay que hacer más nada. La china ya está pa fierro, mismo darle a chispear unos pesos y rolando hasta la horizontal. Acaso, silbale unas tonadas de camino al conventillo pa que no se le vaya la hornada.
Ay, pibe... Y es que muy hembra es la Dina cuando la atrapa el tango.
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