Claudicaré una vez más al árbol de tu ciencia femenina: química de tus fragancias, física de tus relieves. Con un interés perezoso, calcularé trigonométrico el arco voluble de tus senos, después de trazar, con un cartabón de besos, una línea de tierra por la mediana de tu espalda.
Cada parpadeo, abatirá el plano irreal de tu mirada y será ahí, inexactamente ahí, donde mi resistencia tienda a cero. Inversamente proporcional, la regla de tres de tu ropa y mis latidos confirmará la teoría del deseo y, en corolario, el tiempo volverá a ser relativo en tu presencia. Luego, sin acertar con la fórmula que evalúe la variable de tus temblores a mi tacto, constataré el régimen turbulento de tu aliento y el mío a la distancia micrométrica de unos labios que se presienten.
Y si, por descuidada hipótesis, mi mano llega a bajar en busca del vértice de tu pubis, si tus muslos aceptan descubrir la incógnita y comienzan a girar en el eje del placer, concluiré como solución irrebatible que, en las matemáticas de la piel, dos puede ser igual a uno. Y que el infinito está a nuestro alcance.
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