Desde que se compró el aparato, Marta no hacia más que cabificar. Empezó por cabificar las cucharas de plata de la abuela. Luego siguió con el televisor, los espejos, la bañera... Hasta sus mejores medias de seda cabificó. Un día pensó que podía cabificar las paredes del apartamento y así lo hizo. Cabificó a su marido y a la vecina del quinto. Todo lo que caía en sus manos, ella terminaba cabificándolo. Cuando el barrio entero estaba ya cabificado, no supo qué más hacer. “Oh, qué pena —se dijo—. Me gustaría tener un descabificador.”
El hombre abanderado
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En la vieja Europa (¿cuál será la nueva?), es tradición que se identifique
a la derecha conservadora con el color azul y a la izquierda progresista
con el...
Hace 15 años
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