Un hombre tenía una duda.
Pasaron los días y la duda seguía ahí. Como suele suceder en estos casos, la constancia hizo el hábito, el hábito la intimidad y la intimidad el cariño.
Así, cada mañana, el hombre le ponía un lazo de colores a su duda y la sacaba a pasear por las calles, que viera mundo. A veces, al doblar esquinas, algunas certezas traidoras aguardaban agazapadas. Entonces el hombre sacaba del bolsillo sus gafas de sol y culebreaba entre las certezas, aferraba su duda con fuerza de la mano repitiéndose una y otra vez que ella era hermosa con su cara de nieblas y su aroma a posibilidades.
Fue una bonita relación. Juntos envejecieron con su amor probable. Cuando la Muerte se presentó, el hombre miró de frente aquellos ojos ancestrales y en sus labios únicamente se oyó:
–¿Por qué?
Y ambos, el hombre y la duda, murieron felices.
No hay comentarios:
Publicar un comentario