La mujer trepó hasta la cumbre, portando como única prenda el cinturón sagrado de lino bayal y, sujetos a él, la vasija con los óleos ceremoniales y la palma de los sacrificios. Una vez arriba, pronunció las palabras de los antiguos escritos, como así se las habían enseñado los sacerdotes, y éstos la escucharon complacidos desde la distancia. Se untó la virgen sus formas voluptuosas con los aceites y empezó a bailar una danza sensual alrededor de la Gran Fosa de la Vida y la Muerte. El suelo tembló suavemente, pero ella siguió con el ritual: saltó y giró sobre sí misma mientras pasaba la palma sagrada por la cima aloque; se arrastró frotando sus pechos lúbricos y retozó como bestia en celo. Cuando las sacudidas del terreno aumentaron violentamente, reptó hasta la boca del volcán. Presa del paroxismo clavó las uñas y restregó su sexo contra el borde roso, mientras el enorme agujero se dilataba y encogía incitándola. Al sentir el latigazo espasmódico del orgasmo, cerró los ojos y dejó que su cuerpo fuera resbalando hacia la sima.
El chorro de albo esperma la alcanzó a mitad de la caída, catapultando su cuerpo ya sin vida en las alturas cuando irrumpió en la superficie como un géiser gigantesco. Y entonces las gentes dieron gracias, y vitorearon desde las murallas el advenimiento del maná divino lloviendo denso sobre sus cabezas. Un año más, el poderoso dios descansaría satisfecho en su entierro tumulario.
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