El anciano sentó sus huesos en el mismo banco de siempre, bajo el olmo con el que compartía vejez y soledad. Sacó media barra de pan duro de una bolsa y usó esta para guardar las migas que iba desmenuzando con la parsimonia que da la costumbre. Las primeras palomas aparecieron en el rito matutino, picoteaban entre la grava a la espera de su maná habitual. El brillo de la navajuela las espantó en revuelo prófugo.
—Mejor —se dijo, con un leve repliegue de acordeón en su sonrisa cansada—. Hoy no es día de palomas.
Levantó la mirada para ver cómo el sol empezaba a pintar el cielo y la tierra con los colores de un nuevo día. Las migas en la bolsa empezaron a teñirse. Su muñeca, sin prisa, lloraba el resto de su vida.
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