Mario Lacustre, hombre de recio fuste y de reflexión insomne, pasea por el acuario municipal de Colombres. Va recorriendo con flema de científico filósofo las amusgadas peceras de acristaladas paredes, llenas de pánfilos peces, de cangrejos y morenas, de abadejos, de percebes, de tritones y sirenas. Un axolotl carihombre abre hambriento su mirada presto a subyugar ingenuos que no han leído a Cortázar. Pero Mario, que es versado, no sucumbe. Sigue sus pasos Lacustre.
Llaman su atención las llamas que afloran muy floreadas, sobre el agua, en un rincón. Se aproxima para ver: un gusano, diluviano, cubierto de escamas de pez. Lleva la tripa ovalada de madre ovulada y, por su boca, salen lumbres. Cae Lacustre. Fascinado y extasiado. Ma-ra-vi-lla-do. Triste de su cautiverio mira moverse al dragón, ve los lamentos de fuego con que lame su dolor. Mario piensa: “Es posible que hasta llore. Si no nadase entre aguas, podríamos ver sus lágrimas. Pobre animalito noble.”
En los recintos de vidrio, ahora, cientos de ojos vidriosos le lloran. Esclavos, encerrados y enterrados en sus nichos licuados. Y fuera se oye llover, como un llanto que se escurre por los grandes ventanales, y el acuario se le hace, para Mario, una cárcel. Su seca y angustiosa cárcel.
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