El único superviviente de la batalla recorre el devastado páramo. Va con la mirada hundida, espantando a su paso las aves carroñeras que se disputan el botín sin predilección de bando. Bajo el frío sol, su armadura de láminas imbricadas despide destellos sanguinolentos.
Arriba los dioses están desconcertados. Dudan en proclamarlo vencedor. Unos ensalzan su ímpetu vigoroso en la lucha y destacan la evidencia de que nadie más ha quedado con vida, mientras que otros esgrimen en su contra el manual de arbitraje (capítulo 3, artículo 3.7.2.).
Ajeno a tales disquisiciones, el vivo mortal llega a las lindes de un bosque. Tiene hambre. Agacha la testa y arranca con sus dientes un nevado manojo de hierbas.
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