La final. Último segundo. Lanzamiento a la desesperada. El balón toca el aro, el tablero, vuelve para recorrer la circunferencia soñada. Una, dos, tres vueltas. Si dentro, unos reirán y llorarán los que si fuera reirán. La tensión apelmaza el aire y diluye el parqué, las gradas, los jugadores. Sólo una esfera que rodea un círculo vacío.
La pelota, de súbito, estalla en mil pedazos atronando el pabellón. Unos caen dentro y otros fuera. Las asistencias atienden los infartos. Los guardias de seguridad acordonan la canasta. Tras varias consultas, se procede al recuento. Un físico experto en dinámica de entre el público se ofrece voluntario para los fragmentos dudosos. En su bolsillo, late una pistola.
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