El periódico anunciaba un eclipse total de luna esa misma noche. Tomó el auto y se fue hasta el lago. Cuando llegó, las bestias ya dormían su temor en la negrura de un rumor inquieto. Entró en su cabaña de caza, cerró la puerta, bajó persianas, cubrió con trapos las rendijas. Vació entonces el armario de ropas y aparejos. Se metió dentro. Con fuerza, apretó los párpados y se puso las manos sobre ellos. Estuvo así unos minutos. A sus oídos llegaron crujidos de madera vieja. Pudo oler la humedad musgosa y abrió la boca para paladear el rancio sabor a polvo.
—Así que es esto —se dijo.
Introdujo su mano en el bolsillo y sintió en las yemas el tacto agrio del papel con el diagnóstico: “Retinitis pigmentosa en fase avanzada, de seis a ocho meses hasta amaurosis”.
Junto al término médico, entre los paréntesis que iban a encerrar el resto de su vida, figuraban dos palabras: “ceguera total”.
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