—¿Un cigarrillo? —ofrece Pierre, mientras abre su pitillera con entrenada demora.
—Muchas gracias —acepta Elena, que se inclina despacio, avanzando la sugerencia del escote.
Es un juego de lentitudes tan viejo como el diablo. Saben que habrá tiempo, más tarde y a solas, para la prisa de devorarse las bocas, bajar cremalleras y dejarse llevar a lo que frenéticamente sucede tantas noches en tantas camas sin tanta luz.
Por ahora se contienen, alargan ese ritual de segundos en que ella acerca el Gauloise a su boca y deja los labios entreabiertos. Apenas aspirado, el humo escapa como una cortina de seducción donde los ojos se anclan en el deseo. Se regalan, sin palabras, una promesa. Hasta el mismo instante en que deben desprender su mirada hacia Michèle y Gonzalo, que acaban de agotar su tête-a-tête sobre Rilke, los fines de semana en Corbeil, o cualquiera de esas cosas que comentan dos matrimonios bien avenidos cuando deciden compartir su amistad en un café de París.
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