“Hasta que la muerte nos separe”, se habían dicho. Y fue lo que sucedió, una semana apenas desde tan sinceras palabras. El acaecimiento, repentino y en circunstancias demasiado absurdas para ser contadas, dejó a doña Lourdes con un amor de poco estreno. Desde entonces lo lleva colgado al cuello, junto a la medallita de san Fidel que heredara de su abuela.
Dice doña Lourdes que es un amor sin demasiados caprichos, bien educado. Sólo a veces, cuando la lluvia se escurre por los ventanales de la galería, él se le aprieta al pecho, se queja y llora como un niño, y entonces doña Lourdes lo toma en brazos y le canta zarzuelas de cuando iba de novios con su Fermín al teatro Fantasio.
Las tardes de sol, lo lleva a pasear hasta el arenal de la Compostela. Allí van por la orilla, cogidos de la mano, recordando episodios del hombre que cincuenta años no han sabido o no han querido borrar.
Doña Lourdes nunca ha llevado luto. ¿Para qué? Si tiene a su amor que la hace tan feliz.
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